¡¡Exijamos lo Imposible!!
La Jornada
Diagnóstico oficial
Luis Linares Zapata
La anunciada
desaceleración de la economía ha sido reconocida de manera oficial. Se
rompió, de sopetón, el ambiente triunfal insuflado por medios propios y
externos que impregnaba en ámbito cupular de la República. Sin embargo,
todavía lanzan, desde las meras alturas públicas, un postrer deseo por
un trimestre mejor al que apunta esta baja en la producción de bienes y
servicios registrada por el Inegi. Se crecerá, dice Hacienda, a 3.1 por
ciento distinto de aquel 3.5 por ciento pronosticado al inicio del
priísmo renovado. El contexto externo ha sido señalado como la causa del
bajón. Nada se dijo del tardío gasto público y, menos aún, de las nulas
inversiones ejecutadas en este corto periodo de la nueva administración
federal. El diseño de proyectos viables, al parecer, no han sido
catalogados como prioritarios. La atención ha sido puesta en las
concertaciones entre partidos y la aprobación de leyes que, desde la
perspectiva del oficialismo, cambiarán la faz de la República. Menos aún
se ha tenido el tiempo, la capacidad disponible o, lo más importante,
el arrojo y la imaginación, para desatar, sin tardanzas ni prudencias
innecesarias, aunque sea un solitario proyecto de gran magnitud. De esa
clase de aventuras constructivas que pueden detonar el crecimiento a la
medida que se desea para esta economía en problemas.
El diagnóstico oficial explicativo del lento crecimiento se ha
centrado en la caída de la productividad de la fábrica nacional.
Los
trabajadores,
entonces,
son los culpables por su escuálido desempeño.
Y,
en efecto,
eso podrían testificar los indicadores de varios años.
Pero
esa no es la causa del estancamiento económico.
Nada se dijo,
por
ejemplo,
del reparto inequitativo de la riqueza efectivamente producida
en esos mismos tiempos escrutados.
Pero la medicina prontamente
recomendada para responder a la baja productiva es la de siempre:
retraer el gasto público para preservar un déficit fiscal aceptable (
3
por ciento).
Antes que todo se debe cuidar y priorizar la estabilidad
macroeconómica,
reza versión ya bien conocida.
Tampoco se habló,
en ese
diagnóstico público del ya cruento estancamiento económico,
de la nula o
escasa inversión para dotar de mejor organicidad a las empresas,
intensificar la capacitación del recurso humano o en desarrollar
tecnología propia.
Todos estos factores cruciales para la mejora
productiva.
Los datos que se van revelando,
desde las mismas instancias
federales,
hablan por sí mismos.
La acumulación de riqueza en pocas
manos sigue su acelerado curso.
Los casi 8 billones de pesos depositados
en bolsa,
son propiedad de .2 por ciento de la población (
unas 250 mil
cuentas).
Esta inmensa cantidad de recursos es cercana a 50 por ciento
del PIB nacional controlado por esa rala minoría.
Y tan inmensas
fortunas personales son,
como bien ya se sabe,
dedicadas a la
especulación,
no a proyectos productivos,
lo que incide,
con peso
determinante,
en la productividad.
Sus rendimientos,
conservadoramente
digamos de 10 por ciento en promedio,
tampoco causan impuestos,
se les
libera por completo de cualquier gravamen.
Si se castigara a tales
fortunas con impuesto a las fortunas,
como se hace en múltiples países,
aunque fuera con una minúscula tasa de 10 por ciento,
el fisco se
llenaría de billetes y alcanzaría para reconstruir toda la
infraestructura del país.
Más todavía,
el cobro de un incipiente 2 por
ciento de impuesto a los rendimientos de esa,
llamada inversión en bolsa
,
podría generar bastante más ingresos fiscales que el solicitado (
OCDE)
IVA a medicinas y alimentos.
Es debido a esta concentración que el
índice de desarrollo humano de México apenas alcanza 0.775,
bastante
inferior al de otras naciones.
Índice que cae a 0.463 si se pondera con
la desigualdad prevaleciente (
ver artículo de José Blanco en La Jornada, 21/5/13,
para una comparación más alarmante).
Las reformas aprobadas tiran,
además y de manera expresa y
consistente,
en el corrosivo sentido de la concentración desmesurada.
La
laboral porque proletarizará más a los trabajadores,
castigando sus
ingresos y seguridad social.
La educativa porque fue diseñada para
responder a un diagnóstico poquitero y alejado del real problema que
aqueja al país.
Una reforma de tal calado no se agota en rescatar la
capacidad decisoria del Estado para depositarla en los haberes de la
alta burocracia de la SEP,
como afirmó,
fulgurantemente,
doctamente,
el
secretario Chuayffet,
con su tronante acento legaloide.
Se trata de
incidir en la calidad educativa,
proponiendo horizontes asequibles e
igualitarios como marca distintiva.
Para ello habría que diseñar
técnicas propias de enseñanza,
construir de manera urgente la
infraestructura necesaria porque la actual está en ruinas.
La
preparación y perfeccionamiento continuo del magisterio deberá ocupar el
centro mismo de esa otra reforma que se requiere y no,
como ha vendió
sucediendo,
financiando campañas denostadoras y criminalizantes de los
maestros protestatarios que,
por lo demás,
ya son mayoritarios.
Y qué decir de la lustrosa reforma financiera.
¿Darles más
facilidades a los bancos para que sigan engrosando sus majestuosas
utilidades? El despojo a los ahorradores (
pagando uno o dos por ciento
por su dinero)
va aparejado con las tasas de usuras para los
solicitantes de crédito,
sea éste personal (
35 por ciento)
o para las
empresas (
6 a 15 por ciento),
según el tamaño del peticionario.
La
reforma de telecomunicaciones se estrenó con una sencilla operación,
(
sin duda apoyada en algún inciso de ley a modo)
descontándole a
Televisa por cerca de 3 mil millones de pesos que le adeudaba al fisco.
Un noble gesto de generosidad oficial para una empresa que ha prestado
indudables servicios al priísmo de nuevo cuño.
Aunque,
abarcando una más
amplia perspectiva,
también los prestó al panismo en sus dos etapas
para el olvido y,
también con ellos,
recibió una amplia,
grosera e
indebida recompensa por sus servicios.
Mientras se renueva el optimismo
oficial y las promesas de paraísos se inscriben en el reciente Plan
Nacional de Desarrollo,
allá abajo,
en las comunidades alteradas por la
precariedad y la violencia,
se aloja y crece el resentimiento.
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