El Pacto por México es
como una carta a Santa Claus redactada por un Estado que quiere
parecerse al de Dinamarca, o algo así, y en esa medida es difícil no
estar de acuerdo –al menos, en la situación actual de México– con la
mayor parte de su letra. Quién sabe si los dirigentes panistas y
perredistas recibieron el texto ya listo para firma o si realmente fue
producto de un acuerdo negociado entre esos partidos y Los Pinos. El
panismo, demolido por dos desastrosos ejercicios sucesivos de la
Presidencia, podía firmar casi cualquier cosa; el perredismo, amputado
del movimiento político más relevante en la historia de la izquierda
mexicana, también. Y si uno y otro realmente aportaron algo al
documento, peor para ellos, porque, con conocimiento de causa, se
volvían, de esa forma, coautores de una obra de ficción: el Pacto por México
–no hay cómo no darse cuenta– viene siendo lo opuesto al programa real de Peña Nieto.
En uno u otro caso,
es razonable pensar que las principales fuerzas opositoras
renunciaron ya no a serlo,
sino incluso a parecerlo,
no con el
propósito de impulsar propuestas,
sino con el objetivo de obtener
prebendas.
En los cálculos del régimen –
que es,
desde hace mucho,
el instrumento
principal con el que gobierna la oligarquía–
el tal pacto podría
aportar a Peña algo de la legitimidad democrática corroída por las
pruebas de una elección comprada y,
sobre todo,
un soporte para armar
una mayoría legislativa capaz de tramitar sin contratiempos las
adulteraciones legales de signo antipopular,
antidemocrático,
privatizador,
entreguista y monopólico que son parte medular de lo que
sí quiere hacer,
y está haciendo,
el actual gobierno.
El problema surge cuando los cofirmantes descubren
,
por
ejemplo,
que la llamada reforma educativa es en los hechos el capítulo
II de la contrarreforma laboral aprobada en los últimos días del
calderonato,
o que el sistema nacional de programas de combate a la pobreza
es un entramado electorero priísta operado por Rosario Robles en activa
colaboración con desgobernadores como Javier Duarte.
Ave María
Purísima.
¿En serio no lo sabían? Pues al parecer todavía no caen en la
cuenta (
o será que aún no quieren darse por desengañados)
que la reforma de telecomunicaciones
es un enésimo regalote a los grandes intereses corporativos del sector,
en detrimento de instancias públicas y expresiones sociales organizadas
que aspiran,
legítimamente,
a poseer y operar medios y canales de
difusión independientes y distintos a lo que hay,
que es una lisa y
llana dictadura del empresariado.
Ahora los cofirmantes del Pacto por México se inconforman,
hacen berrinche y se dicen defraudados.
Podría ser que tras esos
aspavientos haya una auténtica ingenuidad mancillada.
Si ese fuera el
caso,
tendrían que salirse del convenio,
denunciarlo y dedicarse a algo
distinto que dar cobertura política a una presidencia comprada.
De otra
manera,
si pese a todo se mantienen fieles al engendro,
habrá que
sospechar que no los mueve ningún compromiso por el país sino un
propósito de renegociar al alza (
y tal vez en forma prematura)
las
prebendas que acaso les ofrecieron en diciembre pasado,
tal vez porque
se han dado cuenta que el costo político de su adhesión al acuerdo las
supera con mucho:
ha de ser monumental el desgaste,
la pérdida de
credibilidad y el desprestigio de quienes se hacen corresponsables por
lo que haga o deje de hacer el gobierno que encabeza Peña.
En cualquiera
de los dos escenarios –
el de la candidez y el del interés–,
les aplica
la expresión con la que se flagelaba el recluso de un monasterio
paupérrimo:
Tú lo quisiste, fraile mostén; / tú lo quisiste, tú te lo ten
.
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