Hay que pensarlo dos
veces antes de afirmar que algo es de papel desde que Mao Tse-Tung
aseguró que el imperialismo estaba hecho de ese material –una de las
características simplificaciones alegóricas que tanto le gustaban al
líder chino– aunque, a juzgar por lo que siguió, las supuestas
fragilidad y caducidad histórica de las potencias capitalistas fue una
apreciación harto apresurada. Así que más vale llamar victorias
escenográficas –es decir, de cartón, cartón-piedra o tabla roca– a los
recientes avances políticos del régimen oligárquico mexicano.
Los avances en sí son indudables:
aun antes de hacerse con la
Presidencia,
el grupo de Peña Nieto empezó por lograr la aprobación de
un paquete legislativo antilaboral,
luego unció a los tres mayores
partidos con registro a un Pacto por México,
acto seguido se deshizo de
la más incómoda de sus alianzas políticas –
la que sostenía con Elba
Esther Gordillo–
y ahora avanza en la aprobación de reformas legales
que,
entre otras cosas,
consagran el carácter empresarial y
mercantilista de las telecomunicaciones,
restaura los poderes arbitrales
de la cúpula oligárquica sobre los poderes fácticos que la sustentan y
entregan,
en forma antipatriótica,
el mercado de la telefonía a
capitales foráneos.
Asimismo,
el régimen se apresta a consumar el sueño
neoliberal de poner en manos privadas los tramos más rentables de la
industria petrolera nacional,
en una operación que reduciría a Pemex a
mera agencia de concesiones y licitaciones.
Para compensar la pérdida de
recursos fiscales que significaría tal privatización disfrazada,
el
grupo en el poder pretende,
en forma paralela,
lograr la aprobación de
una reforma fiscal que grave alimentos,
medicinas y libros y que
extraiga de los bolsillos de las clases medias y de los pobres los
recursos que el Estado dejaría de percibir por la merma de la renta
petrolera,
cuya mayor parte iría a parar,
de aprobarse las propuestas
oficiales,
a engrosar las utilidades de corporativos energéticos
trasnacionales y locales.
No hay,
pues,
razones para dudar que el gobierno de Peña Nieto y de
quienes van con él está decidido a aprovechar la descomposición de las
oposiciones con registro –
PAN y PRD–
y a adelantar lo más que pueda su
agenda antipopular y antinacional,
montado en la atonía social causada
por la imposición presidencial operada en julio del año pasado.
En su
mayor parte,
los medios entregan la película de una ofensiva oligárquica
a tambor batiente que arrasa sin contrapesos parlamentarios o sociales a
la vista para restaurar una Presidencia imperial al viejo estilo.
Pero las cosas no son tan simples.
El equipo de Peña opera con
un aparato de control político al que,
durante las décadas del
neoliberalismo,
se le han mutilado muchas de sus funciones y potestades y
se le ha hecho abdicar a sus responsabilidades constitucionales.
La
oligarquía gobernante contemporánea es igual de autoritaria que el
priísmo de antaño y mucho más ladrona pero,
a diferencia del viejo
régimen,
no brinda movilización social,
no entrega bienestar,
no
garantiza ni un remedo de paz pública,
no arbitra entre los sectores de
la sociedad (
porque proviene de,
y sirve a,
sólo a uno:
el empresarial,
legal o delictivo),
no está interesada en la educación ni en la cultura y
carece de capacidad par impulsar el crecimiento económico:
lo suyo es
medrar con la recesión,
la pobreza,
los rezagos educativos y la
marginación social.
El año pasado la oligarquía consiguió mantener el control de las
instituciones pero a un costo altísimo,
para éstas,
de descrédito y de
pérdida de representatividad.
Ejemplos:
el IFE actual es la caricatura
del que encabezaba Ugalde,
el cual,
a su vez,
era ya un remedo
corrompido del que presidió Woldenberg;
un movimiento espontáneo como
#YoSoy132 elaboró una propuesta de reordenamiento de las
telecomunicaciones con mayor lucidez y sentido nacional que el gobierno
peñista y sus diputados del Pacto por México;
para hacer frente a la
tragedia de la inseguridad,
el actual gabinete no ha mostrado más
imaginación ni más recursos políticos que la mafia calderonista,
la cual
veía la violencia como un asunto de percepción
y se empeñaba,
en
consecuencia,
en minimizarlo con acuerdos y encuentros burocráticos,
anuncios de victorias espectaculares y toneladas de dinero invertidas en
publicidad mentirosa.
El régimen avanza en su ofensiva antinacional y antipopular,
pero el
avance tiene lugar sobre la delgada cáscara de instituciones vaciadas de
contenido,
representatividad y significación;
cuenta con los dineros
públicos,
las corporaciones represivas y los corifeos de los medios.
Y a
falta un país que camine,
por convencimiento y por consenso,
en la
misma dirección,
se ha inventado un México escenográfico que,
en los
primeros 100 días de un nuevo gobierno,
camina con paso firme en la
solución de sus problemas.
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