¡¡Exijamos lo Imposible!!
Proceso
Los pecados del Papa Francisco
Ortodoxo en la doctrina y progresista en lo social; apasionado
del futbol, el tango y la ópera; austero y tímido, y a la vez ambicioso y
maquiavélico, Jorge Mario Bergoglio encierra una personalidad compleja
que provoca controversias. Su historia está marcada por contrastes y
ambigüedades. Algunos hechos poco claros sobre su pasado resurgen tras
su elección como pontífice. Destacan dos: Su presunta responsabilidad en
el secuestro de dos jesuitas durante la dictadura militar argentina y
sus supuestos vínculos con organizaciones de ultraderecha.
BUENOS
AIRES (Proceso).- Austero, humilde, de perfil bajo. Preocupado por los
pobres, aficionado al futbol, ortodoxo en la doctrina. Ávido de poder,
tímido, homofóbico, reservado. Cómplice de desapariciones, estudioso,
transparente, de pocas palabras. Gran lector, bailarín de tango,
maquiavélico, de corazón enorme. Estratega político, protector de
perseguidos, experto en tapar, amante del cine y la ópera.
Todo
esto dicen del Papa Francisco quienes trataron a Jorge Mario Bergoglio
en su ámbito familiar, en el barrio porteño de Flores, en el Colegio
Máximo de los Jesuitas en San Miguel y en el arzobispado de Buenos
Aires.
El religioso nacido en la capital argentina el 17 de
diciembre de 1936 sucede a Benedicto XVI al frente de una Iglesia
corroída por los escándalos y la paulatina pérdida de fieles.
Sus
padres eran inmigrantes de la clase trabajadora de Piamonte. Jorge Mario
es el mayor de cinco hermanos, tres de los cuales –dos varones y una
mujer– ya fallecieron. El nombre elegido para su pontificado remite a
San Francisco de Asís, el santo de los desposeídos. Se presume, además,
un homenaje a su padre, José Mario Francisco Bergoglio, de quien el
nuevo Papa suele citar una frase: “Cuando vayas subiendo saluda a todos.
Son los mismos que vas a encontrar cuando vayas bajando”.
La
vocación en Bergoglio fue temprana. “Si no me caso con vos, me hago
cura”, le dijo un día a Amalia, su novia cuando ambos tenían 12 años.
Así lo recordó la mujer el jueves 14 frente a las cámaras de televisión.
En
1955 Bergoglio se recibió de técnico químico en una secundaria estatal
de Buenos Aires. Los domingos iba a misa y a la cancha del San Lorenzo
de Almagro. Muy estudioso desde la adolescencia, no se privaba de ir a
las milongas, esos locales donde se baila tango. Dos grandes voces del
género, Carlos Gardel y Julio Sosa, inspiraban al muchacho. Le gustaban
también las películas de Tita Merello, la primera gran estrella femenina
que dio el tango.
Al nuevo Papa le causaba un hondo impacto el
neorrealismo italiano, nacido de entre las ruinas del país devastado de
sus padres y su abuela paterna, Rosa, a quien vincula con su vocación al
sacerdocio. Eran los cincuenta. La sociedad argentina vivía una enorme
polarización política en torno al movimiento de Juan Domingo Perón y su
mujer, Eva Duarte.
En 1957 se produjo un parteaguas en la vida de
Bergoglio: enfermó de gravedad y llegó a creer que moriría. Los médicos
le diagnosticaron una pulmonía severa. Le extirparon la parte superior
del pulmón derecho.
El muchacho entonces tenía una novia. “Formaba
parte de la barra de amigos con la que íbamos a bailar”, dijo a Sergio
Rubín y Francesca Ambrogetti en el libro de entrevistas El jesuita
(Vergara, 2010). Su vocación religiosa puso fin al romance. En 1958
ingresó al noviciado de la Compañía de Jesús. Allí obtuvo una
licenciatura en filosofía y se ordenó sacerdote en 1969. Sus primeros
pasos fueron como maestro de novicios y profesor de teología.
El provincial
La
carrera de Bergoglio fue vertiginosa. En 1973, con 36 años, fue
designado provincial de los jesuitas en Argentina. “Los jesuitas más
viejos comentaban que cuando Bergoglio se ordenó hubo una banda de rock,
con guitarra eléctrica, batería y saxo. Pero como provincial eliminó
los nuevos cantos litúrgicos y los coros de laicos”, dijo el exjesuita
Miguel Ignacio Mom Debussy, chofer de Bergoglio cuando éste salía del
Colegio Máximo en San Miguel, en los suburbios de Buenos Aires. “Empezó a
usar sotana, cosa que nadie hacía salvo algún viejo, y a retomar
liturgias previas al Concilio Vaticano II”.
Entonces muchos
sacerdotes abrazaban la teología de la liberación, asumiendo en carne
propia la opción por los pobres, inspirados justamente en los principios
de dicho concilio. Muchos religiosos vinculados con el Movimiento de
Sacerdotes para el Tercer Mundo trabajaban en los asentamientos
precarios, las llamadas villas miseria.
El padre del actual Papa
había vivido como empleado ferroviario la nacionalización de los
ferrocarriles en 1948, hasta entonces en manos inglesas. Amplios
sectores de la sociedad saludaron la medida como un gesto de
recuperación de la soberanía política y económica. También Jorge
Bergoglio simpatizó desde su juventud con el peronismo. Desde principios
de los setenta estuvo más o menos próximo a Guardia de Hierro, un
sector de la ultraderecha del movimiento, al que adscribía María Estela
Martínez de Perón. Isabelita –como le llamaban– había asumido la
presidencia tras la muerte del líder el 1 de julio de 1974.
Durante
esos años de efervescencia revolucionaria Bergoglio tenía bajo su
órbita a algunos curas que se asentaron en los barrios pobres. Dos de
ellos, Orlando Yorio y Francisco Jalics, trabajaban en la villa
Rivadavia, un asentamiento del barrio de Flores. Ambos fueron
secuestrados por la Marina el 23 de mayo de 1976. Después de cinco meses
de desaparición y tortura fueron liberados y partieron al exilio. Ambos
sostenían que el entonces provincial de los jesuitas, Jorge Bergoglio,
los “entregó” a los militares.
En el mismo operativo fueron
secuestrados cuatro catequistas y dos de sus esposos, todos los cuales
aún están desaparecidos. Una de las catequistas era Mónica Mignone, hija
de Emilio Mignone, militante cristiano y fundador del Centro de
Estudios Legales y Sociales (CELS). Esta entidad debe su amplio
reconocimiento a que comenzó a defender los derechos humanos en plena
dictadura.
En su libro de 1986, Iglesia y dictadura, Emilio
Mignone puso a Bergoglio como ejemplo de “la siniestra complicidad” de
la Iglesia con los militares que “se encargaron de cumplir la tarea
sucia de limpiar el patio interior de la Iglesia, con la aquiescencia de
los prelados”.
Rumores
Con rumores dentro
de la propia orden, a Yorio y Jalics los desacreditaron. Los acusaban de
herejías, oraciones extrañas, compromiso con la guerrilla, convivencia
con mujeres. “Mucha gente que sostenía convicciones políticas de extrema
derecha veía con malos ojos nuestra presencia en las villas miseria”,
escribió Jalics en su libro Ejercicios de meditación (1995).
“Interpretaban
el hecho de que viviéramos allí como un apoyo a la guerrilla y se
propusieron denunciarnos como terroristas. Nosotros sabíamos de dónde
soplaba el viento y quién era responsable por esas calumnias. De modo
que fui a hablar con la persona en cuestión y le expliqué que estaba
jugando con nuestras vidas”, prosigue.
“El hombre me prometió que
haría saber a los militares que no éramos terroristas. Por declaraciones
posteriores de un oficial y 30 documentos a los que pude acceder más
tarde, pudimos comprobar sin lugar a dudas que ese hombre no había
cumplido su promesa, sino que, por el contrario, había presentado una
falsa denuncia ante los militares.”
Una carta que su compañero
Orlando Yorio escribió durante su exilio en Roma, en noviembre de 1977,
al asistente general de la Compañía de Jesús, un sacerdote apellidado
Moura, permite revelar la identidad de la persona en cuestión. “En esa
recapitulación escrita 18 años antes que el libro de Jalics, Yorio
cuenta lo mismo, pero en vez de ‘una persona’, dice Jorge Mario
Bergoglio”, refirió el periodista Horacio Verbitsky, actual presidente
del CELS, en un texto publicado el 11 de abril de 2010.
Al llegar a
sus oídos los rumores que los implicaban, los sacerdotes inquirían
sobre el origen de éstos al provincial Bergoglio. Éste los atribuía
siempre a otros sacerdotes u obispos que, una vez confrontados, lo
desmentían.
En la carta que Yorio escribió en Roma a Moura, le
explicó que en el clima que vivía entonces Argentina, con el golpe de
Estado en ciernes, la acusación de pertenencia a la guerrilla en “una
boca importante (como la de un jesuita) podía significar lisa y
llanamente nuestra muerte”, refiere Verbitsky en el artículo citado:
“Las fuerzas de extrema derecha ya habían ametrallado en su casita a un
sacerdote y habían raptado, torturado y abandonado muerto a otro. Los
dos vivían en villas miseria. Nosotros habíamos recibido avisos en el
sentido de que nos cuidáramos”, escribió Yorio a su antiguo superior en
la Compañía.
En su libro Iglesia y dictadura, Mignone sostiene que
una semana antes de que Yorio y Jalics fueran secuestrados por la
Marina, el arzobispo de Buenos Aires, Juan Carlos Aramburu, le había
retirado al primero las licencias ministeriales sin motivo ni
explicación. A oídos de ambos jesuitas llegaba el rumor de que Bergoglio
pensaba expulsarlos de la orden, rumor desmentido por el propio
provincial, pero que también llegaba a otros obispos que se negaron a
admitirlos en sus congregaciones.
En un intercambio epistolar que
Yorio sostuvo en los noventa con Verbitsky –y que el periodista cita en
el mencionado artículo– el excura sostiene que Bergoglio los sometió a
“la prohibición e infamia pública de no poder ejercer el sacerdocio,
dando así ocasión y justificación para que las fuerzas represivas nos
hicieran desaparecer”.
“Yorio y Jalics fueron secuestrados,
conducidos a la Esma y luego a una casa operativa, en la que fueron
torturados”, prosigue Verbitsky. “Un interrogador con ostensibles
conocimientos teológicos le dijo a Yorio que sabían que no era
guerrillero pero que con su trabajo en la villa unía a los pobres y eso
era subversivo.
“Por distintas expresiones escuchadas por Yorio en
su cautiverio, resulta claro que la Armada interpretó tal decisión (el
retiro de las licencias ministeriales) y, posiblemente, algunas
manifestaciones críticas de su provincial jesuita, Bergoglio, como una
autorización para proceder contra él”, prosigue el periodista en texto
publicado en Página 12 el 10 de abril de 2005.
Fragmento del reportaje que se publica en la edición 1898 de la revista Proceso, ya en circulación.
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