Contralínea
Homicidios y agresiones a mujeres periodistas
Álvaro Cepeda Neri *
Constitucionalmente, los militares deben estar en sus cuarteles en
tiempos de paz. Pero en la práctica, a raíz del golpe de Estado de
Calderón, andan por las calles en una seudoguerra que, junto a los
delincuentes, ejercen contra la población mexicana. Calderón y sus
generales, su García Luna, su Marisela Morales, atentaron contra sus
propios colaboradores de las agencias Antidrogas y de la Central de
Inteligencia estadunidenses (DEA y CIA, por sus siglas en inglés,
respectivamente), de la Oficina Federal de Investigación, también
estadunidense (FBI, por su sigla en inglés) y anegaron en sangre a miles
de mexicanos ajenos a su “guerra”. Los emisarios de los cárteles, así
como del capo más buscado (con ganas de no encontrarlo), el Chapo
Guzmán, se convirtieron en funcionarios de primer nivel en la
Procuraduría General de la República, en la Secretaría de la Defensa
Nacional y en la Secretaría de Seguridad Pública (¿seguridad pública?).
Los narcotraficantes fueron empleados de Calderón –lo supiera o no–
que mataron, espiaron, se llenaron las bolsas con dólares, compran
presidencias, hoteles, comercios; adquirieron acciones en la Bolsa
Mexicana de Valores y dieron donativos, sobre todo al clero católico,
para que los sacerdotes los casaran, bautizaran a sus hijos, los
confesaran y les otorgaran el “perdón de sus pecados” para irse, cuando menos, al purgatorio y esperar el juicio final en el más allá…
Pero en el más acá cometen toda clase de delitos, y se escapan de las cárceles con apoyo de los custodios.
Si matan o aprehenden a un sicario, los narcos, bajo la filosofía del ojo por ojo, diente por diente, asesinan al hijo de un exdesgobernador
o de un empresario. Secuestran y matan marinos, soldados y policías; y
éstos a su vez, asesinan, violan mujeres y allanan domicilios. Así, los
jefes de los cárteles de las drogas dominan gran parte del territorio al
imponer la ley de la selva, a pesar del salvajismo, la barbarie y abusos de un Calderón que, adicto a mentir, beber y justificarse, creyó que los mantuvo a raya.
El periodista y escritor sonorense Carlos Moncada Ochoa, en su reciente investigación Oficio de muerte. Periodistas asesinados en el país de la impunidad
(editorial Grijalbo, con prólogo de Miguel Ángel Granados Chapa,
escrito meses antes de su fallecimiento) nos informa que las mujeres
dedicadas al periodismo también han sido víctimas de homicidios,
secuestros y desapariciones. Mientras los empresarios optan por mandar
asaltar domicilios de editoriales, robar documentación y luego presentar
demandas penales y civiles para amedrentar; la delincuencia criminal y
política (matones y funcionarios) no se anda con miramientos y manda
asesinar a mujeres y hombres del quehacer periodístico para tratar de
impedir la publicación de hechos que los exhiben.
En el capítulo cinco titulado “Tocan a las mujeres”, Carlos Moncada
nos informa que en 1986 Norma Figueroa Moreno fue la primera periodista
asesinada (Miguel de la Madrid era presidente), 2 años después del
homicidio de Manuel Buendía. Y que desde hace 3 décadas, los sicarios
contratados por funcionarios y delincuentes han asesinado a mujeres del
periodismo, como consigna en los capítulos “Mujeres asesinadas” y
“Mujeres en la mira”. Un informe reciente arroja que más de 20 mujeres
periodistas fueron privadas de la vida en los últimos años.
Durante el calderonismo, la nación sufrió la muerte violenta de
periodistas en el mismo contexto de los más de 100 mil homicidios que
tienen aterrorizada a la población en general. El gremio periodístico
denuncia y condena las bajas sangrientas y demanda que cese la matazón
de mexicanos con una política de seguridad social y una policía más
preventiva que represiva, para combatir las conductas penales.
No son pues las periodistas, en las diversas modalidades de la
comunicación, las únicas caídas. Empero, las mujeres periodistas caídas
en estos 2 sexenios de la derecha panista son una cifra que se suma a
los 82 trabajadores de los medios que han sido secuestrados y asesinados
por funcionarios y delincuentes.
La violencia creciente del infame sexenio de la muerte que ha terminado, y que dejó al país bajo el golpe de Estado
militar y policiaco, buscó sembrar el miedo para favorecer al mal
gobierno de Calderón y su partido, y al narcotráfico, al hacer a un lado
la vigencia de la legalidad constitucional. Y es que en un gobierno de
facto (el Instituto Federal Electoral y el Tribunal Electoral del Poder
Judicial de la Federación buscan incinerar los votos de las elecciones
federales de 2006 para que nadie investigue el fraude de entonces), como
el calderonista, ha imperado la reducción de las libertades, sobre todo
de expresión escrita y oral, de tal manera que narcos y funcionarios puedan abusar de la fuerza para matar impunemente.
Así el periodismo –como tituló Carlos Moncada su libro– es un oficio de muerte.
Las mujeres periodistas caídas en el cumplimiento de sus derechos y
su trabajo son las muertes que le imputan a Calderón y al Partido
Acción Nacional como delitos por los que, al no garantizar la protección
la vida, deben ser procesados y sancionados.
*Periodista
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