¡¡Exijamos lo Imposible!!
Reelección de Obama y la furia de Donald Trump
Jenaro Villamil
No se volvió loco. Tampoco se dio cuenta
de su feo tinte de pelo. Menos de sus fallidas cirugías. Simplemente, el
magnate Donald Trump fue derrotado. No fue suficiente la fuerza de su
fortuna ni su imparable guerra mediática contra Barack Obama para evitar
que el demócrata se reeligiera en la Casa Blanca.
En la madrugada del 7 de noviembre Trump
parecía un indignado de Ocupa Wall Street llamando a la “revolución” en
Estados Unidos y diciendo que había un fraude electoral, como si
replicara el emulara al Peje mexicano, pero con todo el cinismo de los
más beneficiados del crack de 2008.
“Nuestro país está bajo un peligro serio
que no tiene precedentes”, advirtió en su cuenta de Twitter con más de 1
millón 700 mil seguidores. “No podemos dejar que esto pase. Marchemos
sobre Washington y paremos esta manipulación. Nuestra nación está
totalmente dividida”, advirtió.
Nadie salió a
las calles de Washington para seguir la locura del Pato Donald Trump.
Menos Mitt Romney se comió la manzana envenenada de otro mensaje de su
principal financiero:
“Estas elecciones son una vergüenza y están manipuladas. No somos una democracia!”.
Insistió que Obama no había ganado, pero a
las dos horas de su irrupción de histeria los resultados oficiales
demostraron que la ventaja del actual mandatario no fue tan cerrada:
ganó por 59.5 millones de votos frente a 56.9 de Romney.
Trump forma parte de esta élite
financiera, blanca y protestante norteamericana que considera a Obama un
“socialista” (¡haga usted el favor!) y explota la ignorancia de los wasp diciendo que el primer mandatario afroamericano está buscando un Estado comunista por su reforma al sistema sanitario. El Obamacare le llama despectivamente Trump.
En lo único que, quizá, tiene razón el
magnate es que Estados Unidos está dividido. Y no por los simpatizantes
de Obama sino por una derecha cerril que se siente amenazada por la “ola
arcoíris” o “canela” que acabó por medir que más vale apoyar al
político de origen africano que irse a una aventura fundamentalista que
repitiera la pesadilla de la década con Bush.
Claramente, Obama le debe su victoria al
voto de las comunidades de origen latinoamericano (representaron el 10
por ciento del electorado) que en un 69 por ciento votaron a favor del
demócrata, del 95 por ciento del voto de origen afroamericano y de una
mayoría aplastante del voto joven (más del 70 por ciento).
A pesar de eso, Obama no les ha cumplido a
quienes piden una reforma migratoria profunda ni a los jóvenes que
reclaman un empleo, un sitio en las universidades, un futuro más
prometedor que las amenazas apocalípticas de los republicanos y de su
Tea Party.
Obama y una buena parte de la sociedad
norteamericana se enfrentará a una sociedad fracturada, precisamente por
esa derecha que se siente derrotada.
La fractura reciente que cruza a Estados
Unidos viene de la elección de George W. Bush y del “favor” electoral
que su hermano Jef le dio en Florida. No por nada el simbolismo de esta
entidad con 29 votos electorales que finalmente ganó Obama.
Esa sospecha de ilegitimidad en las
elecciones del 2000 aceleró el proceso de reacomodo de los
neoconservadores y los alentó a emprender su última y más perniciosa
apuesta tras los atentados del 11-S de 2001: crear un enemigo externo
tan poderoso y siniestro que obligara a evadir el profundo proceso de
crisis interna, económica, social y política en la potencia
“triunfadora” de la guerra fría.
Estados Unidos demostró que puede ser el
gendarme mundial, emprender dos grandes invasiones (Afganistán e Irak),
pasar por alto al Consejo de Seguridad de la ONU, aplicar tácticas de
tortura sin sanción alguna, modificar, incluso, la sensación de volar en
cualquier aeropuerto del mundo frente a la amenaza de Al Qaeda y
resignificó la noción de “choque de civilizaciones” teorizada por Samuel
P. Hungtinton.
Por eso, la frase de Obama: “nuestra
economía se está recuperando, una década de guerra se está acabando y
una larga campaña llega a su fin”, más bien constituye un compromiso en
lo inmediato.
La década republicana fue una gran exhibición de poder otoñal. A pesar
de eso, la potencia mundial no ha podido revertir sus desbalances
internos, su franja creciente de Tercer Mundo al interior del “sueño
americano”, la “invasión silenciosa” de olas migratorias que están
transformando las grandes ciudades norteamericanas, la batalla pérdida
frente al gigante productor y consumidor que es China, el deterioro de
sus sistemas de salud y de educación, así como el deterioro ambiental
que impacta su propio territorio, como lo demostró recientemente el
huracán Sandy, el fenómeno más twitteado en los últimos años.
Obama recibió una nación fracturada por
la crisis de 2008, por el renacimiento de los odios raciales,
religiosos, sociales, culturales. El impulso de una nueva generación que
rompió con el mito de que nunca se tendría un “presidente negro” en
Estados Unidos, se perdió en estos 4 años ante las expectativas tan
altas como incumplidas.
Estados Unidos seguirá siendo un hogar
dividido, a pesar o incluso por el triunfo de Obama. Tendrá una Cámara
de Representantes dominada por la oposición. Ya vimos lo que le costó
sacar adelante su reforma sanitaria, frente a una derecha
ostensiblemente retrógrada, como Donald Trump.
Vendrán decisiones difíciles para una
nación que ya no cuenta con Europa como bloque aliado. Al contrario,
desde su fragmentación, Estados Unidos tendrá que jugar como árbitro
ante el desconcierto europeo de estos dos últimos años. La pregunta es
si el papel de gendarme mundial le permitirá remontar la profunda
división interna.
Ya vimos que México es un laboratorio en
este sentido. En la medida que la nación norteamericana esté más
fragmentada, en esa medida las presiones para su vecino del sur serán
mayores. Y las políticas, erráticas. Ya vimos lo que sucedió con el
operativo Rápido y Furioso, quizá el fracaso más ostensible de la administración de Obama frente a México.
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