La Jornada
haiga sido como haiga sido, según confesión propia.
Estela de Luz– y se embarcó en un populismo violento y autoritario con implicaciones genocidas: Calderón se empeñó en publicitar la idea de que es lícito poner fin a la criminalidad por medio del asesinato de los delincuentes. Pero nunca se refirió a la otra cara del fenómeno: si en el país hay algunos cientos de miles o millones de asesinables, la proliferación se debe a que han sido orillados a la delincuencia por el modelo económico impuesto, sostenido y profundizado desde el gobierno mismo.
Al principio el repudio y el desprecio amainaron y en algunos casos se convirtieron incluso en aprobación entusiasta, no sólo entre las clases medias urbanas, sino también en las zonas rurales afectadas por la criminalidad. Pero pronto la estrategia de guerra resultó insostenible porque la cruzada contra la violencia delictiva desembocó en un incremento de todas las violencias –la criminal, la individual y la de las corporaciones policiales y militares–; la tasa de homicidios creció en forma imparable y la desintegración social e institucional adquirió rango de catástrofe. Los deudos de miles de muertos –inocentes todos, pues nunca se les dio la oportunidad de ser juzgados y declarados culpables– fueron a los foros oficiales, a las calles y a los medios a exigir el fin de la impunidad y un alto a la guerra en la que Calderón, ansioso por realzar su popularidad, embarcó al país.
Su drama es que quería ser querido. Su error fue buscar ese objetivo por medio de la transgresión y se enfrentó a la gran encrucijada: o transgredía las lógicas de complicidad, encubrimiento y corrupción del régimen oligárquico que lo ponía en la presidencia para servirse de él o transgredía la ética, las leyes y algunos de los principios que le habían inculcado desde pequeño, como no robar, no matar y no mentir. Optó por lo segundo y por eso está a punto de convertirse en uno de los ex gobernantes más odiados en la historia reciente del país. Como Salinas.
La gran diferencia entre uno y otro es que Calderón, más ingenuo y simple, quería ser querido y ahora es un perdedor. Su antecesor y benefactor priísta, en cambio, posee una personalidad más compleja: deseaba ser odiado y es, en esa perspectiva, un hombre de éxito.
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