Educación científica o religiosa (2)
MÉXICO, D.F. (Proceso).- Lo lograron los legisladores mexicanos,
aprobar la reforma constitucional que da derecho a “la libertad
religiosa” para obsequiársela al Papa Benedicto XVI, que recién visitó
nuestro país. Una grata nueva para el pontífice que ha promovido a
través de sus obispos idéntica reforma en otras constituciones
nacionales, para abrir la posibilidad de que la Iglesia católica coloque
a un sacerdote en cada aula del sistema de educación público. En un
texto previo a la aprobación de la reforma, narraba yo en este espacio,
una conversación ocurrida entre Charles Darwin y la reina Victoria hace
130 años. En Inglaterra se debatía, precisamente, si en las aulas los
niños debían estudiar la Biblia o El origen de las especies, y la reina
quería preguntarle si acaso a él no le parecía factible que ambos libros
fueran enseñados.
Encamado, enfermo, Darwin de inmediato
decepcionó a su reina. No veía cómo la Biblia y El origen pudiesen
conciliarse. El origen, le dijo, contradice a la Biblia palabra por
palabra y de principio a fin. El origen describe un mundo en perpetuo
cambio, en perpetua diversificación de sus formas, sin un plan
predeterminado, donde la perfección es una ilusión. En cambio la Biblia
describe un mundo creado por un Creador, con un plan divino de
perfeccionamiento, que el Creador vigila. Pero hay todavía algo más,
dijo Darwin. La religión es una teoría de cómo debe ser la vida: se
acerca a la realidad para ajustarla a sus ideales. La ciencia observa lo
real para aprehenderlo. La religión declara su relato de la vida
completo y perfecto, y al que lo pone en duda lo declara pecador y
hereje. La ciencia en cambio es un relato siempre en construcción: se
sabe incompleto e inexacto, siempre por corregir y alargar.
Pero
mister Darwin, dijo la reina irritada, la ciencia no tiene nada que
decirnos sobre cómo debemos vivir los humanos. Su Origen muestra a la
vida animal como una lucha donde triunfa el más dotado. Aun si eso fuese
cierto, dijo la reina Victoria, y suponiendo sin conceder que no
existiese un Dios que regulara más amorosamente la vida, tendríamos que
inventarlo, para proteger a los débiles. Medio siglo más tarde Nietzsche
lo habría de reiterar en Más allá del bien y del mal: La belleza de la
religión no es su verdad, sino su mentira. “La religión es un
neoplatonismo que debemos forzarnos a creer”.
No es casual que las
palabras de la reina Victoria resuenen en un México donde la moral
laica, encarnada en las leyes civiles, parece haber fracasado. Como el
Estado no logra hacer cumplir las leyes –peor todavía, como el Estado mismo viola a menudo sus propias leyes–, ha resurgido en México el
lenguaje de la buena fe religiosa. El candidato de la izquierda a la
Presidencia lo emplea, la candidata de las derechas, curioso: más
discreta, lo insinúa, y la reconquista de la Iglesia católica del
sistema público educativo no encuentra resistencia, ni siquiera en la
élite intelectual. Me lo tuiteó así un atento lector hace dos semanas:
“Mejor que los niños crean en el Infierno y el Paraíso a que sean
delincuentes, ¿o no, Sabina?”
Regreso a Darwin. Es una higiene
intelectual siempre regresar a Darwin, el Moisés que separó las aguas de
la religión y las de la ciencia hace ya siglo y medio. Darwin replicó:
Pero no es necesario “inventar” la moral. Existe una moral natural, que
nace de la vida misma. Someternos a una moral imaginada por seres
imaginarios es una violencia terrible. ¿A qué llama usted moral?, lo
interrumpió la reina. Darwin replicó: Moral son las conductas que
protegen y aumentan los recursos del grupo y vuelven mejor su
convivencia. Y se explicó con mayor cuidado. Explicó que desde la
publicación de El origen, preocupado por sus posibles implicaciones
sociales, se había dado a la tarea de observar qué hacen los animales
además de luchar. Cayó en la cuenta que sólo luchan una pequeña porción
de sus días, cuando hay escasez de comida o territorio o parejas
sexuales. Cuando no hay escasez, se la pasan bastante bien: toman el
sol, se limpian unos a los otros, construyen moradas, juegan y tienen
sexo recreativo. Es decir, colaboran amistosamente.
Las especies
gregarias, según dijo Darwin en aquella conversación y según lo escribió
en El origen del hombre, poseen una moral natural. Es decir, conductas
para evitar la escasez donde vendría a cuento la lucha. La moral, de
cierto, parece ser una ventaja evolutiva considerable. No en vano las
especies morales son las más difundidas en el planeta. Las hormigas, las
ratas, los monos, los peces que viven en comunidad, las diversas aves
que viven en parvadas. Los seres humanos, añadió Darwin, son la especie
más abundante del planeta y la más moral. Y luego formuló un deseo.
Esperaba que en una nueva era científica, la especie humana cifrara,
gradualmente, una moral natural, por tanto menos opresiva que la moral
judeocristiana.
Inspirados por Darwin, eso hemos hecho los monos
pensantes los últimos 130 años. De esa moral atenta a la naturaleza y no
a los dioses, se desprenden valores, algunos de los cuales coinciden
con los de las viejas religiones –la prohibición del asesinato, el robo y
la mentira, notablemente–, pero otros de sus valores se oponen
flagrantemente. La ciencia defiende la diversidad sexual, el sexo
recreativo, el control de la maternidad, el aumento de los bienes
comunes y la libertad de pensamiento, porque son benéficos al grupo,
mientras niega los milagros y los seres divinos.
Es en las aulas
donde se forma el pensamiento de las generaciones venideras. Es en las
aulas donde se decide el futuro de una cultura. Lo saben el Papa
Benedicto XVI y sus obispos. Lo curioso es que los legisladores de
nuestro Congreso lo ignoren y permitan que nuestra educación pública dé
un brinco atrás. Un brinco de unos 130 años.
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