Epicentro
León Krauze
2009-07-28
En la guerra del Estado mexicano contra el crimen organizado ha habido varios puntos de inflexión de esta naturaleza. El asesinato de Fernando Martí tiene esa significación en el ámbito del secuestro. Para calibrar la crueldad de los cárteles de la droga, el parteaguas fue la escalada sistemática de las decapitaciones al estilo kaibil en el norte de México. En la batalla contra La Familia en Michoacán, el punto de quiebre es el asesinato y apilamiento de policías federales de hace un par de semanas: la manera de pelear contra un enemigo que es capaz de hacer algo así es una antes y otra después.
Pero la batalla contra la hidra criminal también ha degradado moralmente a algunas de nuestras autoridades. El punto de inflexión en ese proceso tiene nombre y apellido: se llama Jacinta Francisco Marcial, la indígena otomí condenada a dos décadas de prisión por el supuesto secuestro de seis agentes de la AFI hace ya más de tres años. Casi desde cualquier perspectiva, el caso de Jacinta desafía la lógica. Una mujer de 42 años dedicada a la venta de aguas frescas quien, tras presenciar una trifulca con un grupo de agentes federales que —sin uniformes ni identificación— buscaban confiscar “piratería” en la plaza de su pueblo, es señalada como la presunta responsable de un cuasi-linchamiento que recuerda más a San Miguel Canoa que a lo que pudo haber ocurrido en Santiago Mexquititlán. Pero el cargo absurdo no es lo peor en la historia de Jacinta. La manera como la mujer fue tratada, juzgada y sentenciada corresponde al catálogo del horror judicial mexicano. Sin hablar bien español, Jacinta mal entendió la acusación en su contra. Firmó papeles que la inculpaban y, sin deberla ni temerla, terminó refundida en la cárcel.
Hay sólo dos explicaciones para el calvario de Jacinta Marcial. La primera es la supuesta certeza que la PGR dice tener de su culpabilidad. Hasta el día de hoy, insiste en tener evidencia incontrovertible contra esta vendedora de agua de horchata quien, de la noche a la mañana, se descubrió secuestradora de federales. Aparentemente, el caso contra Jacinta gira en torno a fotografías donde se aprecia a la indígena convertida en líder de linchamiento. Nadie, a la fecha, ha visto las imágenes. La otra posibilidad es aterradora. No es impensable que el gobierno mexicano pretenda manipular a Jacinta como un escarmiento para aquellos que, en el marco del conflicto, se resisten a la autoridad. Así, la inflexibilidad con respecto a Jacinta se vuelve un asunto de seguridad nacional: ¿cómo liberar a una presunta secuestradora de AFI’s cuando se libra una batalla de enormes dimensiones? Jacinta podrá ser justa pero tendrá que pagar como pecadora. De ser éste el caso, el Estado mexicano enfrenta un punto de inflexión en su lucha contra la delincuencia. La obcecación y la ceguera son los padres del autoritarismo. Ante la abrumadora evidencia a favor de la inocencia de la mujer de Santiago Mexquititlán, la PGR debería desistir de inmediato de los cargos. Si no lo hace, el crimen organizado habrá avanzado un largo trecho en erosionar nuestra fibra moral.
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