Lo escuché, al vuelo, la mañana de este jueves en la radio. Rubén Aguilar, el de “lo que el Presidente quiere decir” en los oscuros y vergonzosos tiempos del foxismo, plantea en entrevista con un periódico de la frontera norte que las “guerras no se ganan; se negocian” y que, en consecuencia, lo que toca hacer al gobierno de Felipe Calderón es pactar con los capos de la droga –sin alcanzar acuerdos formales con ellos– una paz basada en el respeto a sus rutas, sus mercados, sus áreas de tráfico y cruce fronterizo y sus zonas de influencia. Faltaba más; Aguilar, ex guerrillero e integrante además de una de las más radicales corrientes del FMLN salvadoreño, nos remite a lo que su jefe Vicente Fox, en el colmo del cinismo, la desvergüenza y la cobardía, hizo durante su mandato: entregarle, sin combatir siquiera, amplias zonas del país al crimen organizado. Lo que Rubén Aguilar quiso decir; ante el poder del narco queda un solo camino: la rendición.
Aunque creo que Calderón carece del consenso necesario y suficiente para encabezar la lucha contra el narco, considero que cruzarse de manos como hizo Fox y como algunos pretenden que haga su pupilo es punto menos que una nueva e irreversible traición. No me gustan tampoco –y lo he consignado en estas páginas– los excesos retóricos de Calderón cargados de un patrioterismo puramente propagandístico. Menos todavía que se disfrace de militar.
Puedo, es cierto, tener diferencias profundas con la estrategia de combate al narco de Calderón y las fuerzas de seguridad; pero de que contra esos criminales hay que pelear con decisión, en el marco de la ley y con las armas en la mano, cuándo y dónde sea necesario y sin ceder a la tentación del paramilitarismo para no volverse tan criminal como al que se combate, no me queda la menor duda.
Sé que la lucha hay que hacerla también en otros frentes más allá del policiaco-militar pues se trata, sin duda, de un problema político, social, económico, cultural y de salud pública. Entiendo que mientras el gobierno norteamericano no combata a sus cárteles y capos locales ni cierre su frontera al tráfico de armas el rió incontenible de dólares y armas hará correr la sangre a raudales; ni la complejidad de la lucha ni la responsabilidad del gobierno estadunidense son para mí, sin embargo, razones suficientes para suspender el combate.
Sé que las guerras se negocian, ésta no. Nada resulta para mí más inconcebible, más aberrante, que ver sentado en la mesa, con criminales de esa calaña, a quien, “haiga sido como haiga sido”, se hace cargo del Poder Ejecutivo. Llegó ahí a la mala, es cierto, peor sería todavía si, acobardado o cediendo a la presión de los temerosos, termina entregando el país a esos criminales. Imposible resulta pensar en un futuro como nación si eso sucede.
No tienen los narcos más norte y más propósito que el negocio y su negocio, no hay que engañarnos, es la muerte. Lenta, en el caso de quienes consumen la droga que comercian, brutal y acelerada en el caso de quienes se atraviesan en su camino. Aquellos a los que la aparente imposibilidad de vencerlos, asustados por la violencia y alegando que el consumo y el daño mayor a la salud de la población se producen en los Estados Unidos hablan ahora de suspender el combate o buscarle una salida negociada corren el riesgo de ubicarse en la misma posición; primero de permisividad y luego de franca complicidad en la que cayeron las FARC de Colombia.
El de Rubén Aguilar –y otros como él– es sólo el canto de las sirenas. El tamaño y el carácter del enemigo; el hecho de que lo sea de la vida y la salud. Sus métodos, su inconcebible violencia; el perniciosos efecto de su acción en la sociedad, hacen necesario y urgente empeñarse a fondo en su captura y sometimiento a la justicia. Ya el narco negocia todos los días con autoridades y policías a su manera; les ofrece plata o plomo. Sentarse en la mesa con ellos sería tanto como aceptar, como país, que sólo existen esos dos caminos.
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