domingo, 13 de julio de 2008

¿QUIEN DA LAS ORDENES?

¡¡Exijamos lo Imposible!!
En el centro, los derechos humanos
Carlos Monsiváis
13 julio 2008

Entre las incontables lecciones (enseñanzas) del caso New’s Divine, y no sin tomar en cuenta el severísimo y muy claro informe de la Comisión de Derechos Humanos del DF, lo irrefutable es el nuevo centro de comprensión de los temas y problemas nacionales: los derechos humanos, definidos con rapidez y precisión como la zona que las autoridades (el Estado, los gobiernos, las policías, los municipios) no pueden ni deben violentar o atropellar.

¿Cómo se ha dado este proceso de redefinición de los límites que la ciudadanía le opone y le impone a los poderes? En 1968, por ejemplo, nadie habla de los derechos humanos, aunque éstos, en el pliego petitorio del Consejo Nacional de Huelga, cubren la totalidad de los seis puntos. Pero aún no es el tiempo, y el término tardará casi dos décadas en imponerse. Todavía en la década de 1970 los activistas en las colonias populares insisten: “Es que nosotros somos seres humanos”, como si alguien lo dudara.

* * *

¿Quién da las órdenes de los exterminios, y qué se necesita para que alguien las acate, con ferocidad y rigor? En la época de la comunicación instantánea, las calificaciones morales que deberían importar más importan menos. Idi Amin en Uganda filma sus matanzas, y guarda las cabezas de sus enemigos en un refrigerador; Díaz Ordaz, para recibir sin problemas a los visitantes de los Juegos Olímpicos, ordena la represión en Tlatelolco; Augusto Pinochet concentra a los prisioneros en el estadio de Santiago; los militares argentinos se deleitan con la tortura.

En la “guerra sucia” de México de la década de 1970, los encargados de ejecutar a guerrilleros y terroristas arrojan los cuerpos torturados al mar. En Guatemala, se extermina por sistema a las comunidades indígenas. En Irán, el sha le ordena a la Savak la eliminación de sospechosos y amigos de sospechosos y vecinos de sospechosos. Y el sucesor, el ayatolla Jomeini, manda fusilar a “pro occidentales” y “delincuentes morales” (adúlteros, homosexuales, vendedores de mariguana).

La indiferencia ante la tortura, el asesinato, el encarcelamiento injusto no tiene como paisaje al mal en estado puro, la incomprensión ante los seres deseosos de infligir dolor y muerte. Más bien, se trata de la disminución del valor de la vida humana en un mundo regido por el individualismo extremo. Y ante esto lo declarativo —documentos de la ONU y de la UNESCO, leyes de las naciones, llamados de los clérigos— tiene poca importancia. Y las organizaciones de exterminio disponen de un gran apoyo: la ignorancia deliberada de la población, que es miedo y es táctica de supervivencia.

El agravio contra los derechos humanos no se confina a la política, y el símbolo universal de la represión es la policía que, en cualquier lugar, reduce a las personas a la condición de objetos desechables. Un detenido, por el hecho de serlo, ya no es persona. Esta ha sido la lógica implacable de un gran sector de la Policía Judicial en México: el detenido es un bulto a la disposición, golpeable y torturable porque, al dejarse atrapar, carece de cualquier derecho.

Y ante esto, aunque con lentitud, la reacción de la sociedad ha sido irreversible, desde la indignación ante los crímenes del río Tula, y lo que se supo de la conducta policiaca en el periodo de José López Portillo, a las revelaciones sucesivas: la presencia del narcotráfico en el gobierno de Miguel de la Madrid, un típico sexenio de la impunidad; los asesinatos en la Procuraduría del DF que el terremoto de 1985 sacó a flote, y que no tuvieron consecuencia penal, gracias entre otras cosas a la enardecida defensa de la Procuraduría a cargo de los diputados priístas; la guerra contra la población so pretexto del narcotráfico, Acteal, Aguas Blancas, Oaxaca, Atenco, las redadas, el crimen tumultuoso en la discoteca New’s Divine.

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