La Jornada
Abdicación en el Vaticano
Papam non habemus
Pedro Miguel
Adujo motivos de edad y
de salud, pero llama la atención que el primer papa dimitente en siglos
sea, también, un pontífice sumamente inepto que causó daños severos a
la Iglesia católica. Si se trataba de la relación con otros cultos
cristianos o con otras religiones, Joseph Ratzinger solía meter la pata y
muchas de sus declaraciones, lanzadas desde la razón escolástica, si no
es que patrística, causaron irritación justificada entre musulmanes,
judíos y protestantes; en el ámbito político el ahora renunciante no fue
capaz de formular una definición clara; en el terreno administrativo el
Papa alemán mantuvo intacta, para mal, la proverbial opacidad del
Vaticano, en un entorno planetario que reclama transparencia, y lo hizo
en forma tan torpe que se le escaparon documentos escandalosos nada
menos que por vía de su mayordomo, Paolo Gabriele. En lo social el
papado de Benedicto XVI ha sido tan repelente como el de su antecesor a
los dramas causados en el mundo por el modelo neoliberal y se ha
conservado como activo promotor de la discriminación contra las mujeres y
las minorías sexuales.
Pero las mayores catástrofes del catolicismo en tiempos de Ratzinger ocurren en los ámbitos de la catequesis, la pastoral y el trabajo apostólico. El Vaticano ha abandonado a su suerte a los prelados y a las organizaciones católicas que buscan mejorar las condiciones de vida de los fieles y atenuar el sufrimiento social, y ha sido incapaz de enfrentar el avance de otros cultos y religiones en los mercados espirituales tradicionalmente católicos. En los casi ocho años del pontificado de Ratzinger, millones de católicos han transitado a las más diversas variedades de protestantismo, budismo e islam, y muchos más han caído en garras de esas empresas trasnacionales que, disfrazadas de religiones, realizan negocios inescrupulosos aprovechando la credulidad y la ignorancia. Juan XXIII cimentó la influencia mundial del Vaticano en un sólido trabajo pastoral y en el aggiornamiento operado en el marco del Concilio Vaticano II; Paulo VI fue un político sensible y un promotor del ecumenismo; Juan Pablo II apostó al sex-appeal mediático para imponer sus posturas reaccionarias en todos los terrenos. Benedicto XVI, en cambio, ha estado colgado de los clavos ardientes de un pasado autoritario y de un perfil de teólogo dogmático. En un mundo atenazado por la desigualdad y el hambre, la discriminación, la corrupción, los crímenes de guerra, las epidemias, la crisis ambiental, las recesiones y la globalización delictiva, Ratzinger optó por combatir al Demonio y al pensamiento liberal.
Es cierto que la edad y los achaques pesan y puede ser que
esas sean las razones reales y únicas de la abdicación del alemán al
trono de Pedro; puede ser incluso que haya tenido presente la agónica
tortura de su antecesor, quien se veía obligado –por la burocracia
vaticana y acaso también por sí mismo– a emprender viajes a remotos
destinos trasatlánticos cuando lo que necesitaba era más bien el
traslado a una sala de cuidados intensivos. Pero podría ser, también,
que la burocracia vaticana haya sopesado los saldos de desastre del
papado de Ratzinger y que optara por hacer lo que hacen los consejos de
administración con un gerente inepto: pedirle la renuncia. Por
desgracia, no hay motivos para suponer que la opacidad característica
del Vaticano se disipe a corto plazo y quién sabe si lleguemos a saber
los motivos verdaderos de esta dimisión. Por lo pronto, no hay Papa.
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