La maldición
Pedro Miguel
Desde la tarde
del domingo, los principales diarios nacionales dieron cuenta de la
inmundicia que fue la elección interna en Acción Nacional: acarreos –con
pases de lista y repartos de tortas, cómo no–, compra de votos, robo de
urnas, guerra de filtraciones, rasurado del padrón, urnas embarazadas,
coacción de votantes desde instituciones públicas –como el ayuntamiento
de Monterrey– y bloqueos de caminos para impedir el acceso a centros de
votación. Hubo incluso balazos al aire para amedrentar a fucionarios de
casillas y ciudadanos. Manuel Gómez Morín, Efraín González Luna, Juan
José Hinojosa y otros próceres panistas se revolverán en sus tumbas.
Está por verse eso de que el PAN
marcará la historia de Méxicollevando a una mujer a la Presidencia; en lo inmediato, el partido marcó su propia historia con una caída plena e inocultable –a pesar de las inverosímiles fotos de reconciliación entre los precandidatos– en la cloaca de eso que se llamaba
la subcultura políticadel mapacheo... en sus propias filas.
Era inevitable.
Ya en 2006 la presidencia foxista y las cúpulas empresariales decidieron
torcer la voluntad popular mediante las campañas sucias, el uso
descarado de recursos públicos y, en última instancia, el acomodo
alquímico de sufragios para darle a Felipe Calderón una falsa ventaja de
0.56 por ciento sobre López Obrador. La práctica del fraude electoral
es adictiva y no se pueden mantener las formas democráticas dentro de
una organización política si ésta no las respeta afuera. Josefina
Vázquez Mota y Ernesto Cordero Arroyo fueron miembros prominentes del
grupo –junto con Elba Esther Gordillo, Vicente Fox, el ex embajador
estadunidense Anthony Garza y algunos capitanes empresariales– que
impuso a Calderón en la Presidencia en 2006 y algo o mucho tuvieron que
haber aprendido en aquel episodio trágico.
Lo peor de todo
es que, a juzgar por resultados, el cochinero no era necesario: habría
bastado con dejar que los votantes panistas sufragaran en paz y sin
interferencias para que Vázquez Mota obtuviera la candidatura
presidencial, tal como lo delineaban los sondeos de popularidad. A lo
sumo, los apoyos ilegítimos desde oficinas públicas le sirvieron al ex
secretario de Hacienda para trepar del tercer al segundo puesto y para
dejar relegadísimo a Santiago Creel, quien no encontró otro consuelo
para su 6 por ciento que el de haber jugado
democráticamente, de manera austera, con una campaña limpia y de propuestas. Así es la vida. En 2005, Creel, el entonces favorito presidencial de la primaria panista, se tronó 25 millones de pesos mensuales en espots televisivos, y también perdió.
La irregularidad era innecesaria, pero probablemente no sea inofensiva, pese a la determinación impostada de
unidadentre los contendientes y de los abrazos para la foto entre ganadora y perdedores. Es de esperar que muchos ciudadanos hayan observado el cochinero de las internas del domingo y que saquen sus conclusiones ante la candidatura presidencial de Vázquez Mota.
En 2006 Acción
Nacional se embarcó en una traición a las reglas democráticas que seis
años antes le habían permitido poner a uno de los suyos en Los Pinos.
Ahora, ese partido parece condenado a reproducir el fraude, a vivir con
él, a proyectarlo, a convertirlo en parte de sus esencias. Podría
parecer una maldición, pero no. Se trata de la asimilación del partido
por el régimen al que combatió durante décadas y al que ahora sirve como
logotipo de un frente electoral bicápite. Porque en el fondo, en los
intereses que los mueven y en la propuesta de país que enarbolan, en PAN
y el PRI son, básicamente, lo mismo.
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